Al parecer, no es común que los abuelos se separen. Si hay personas que dan fe de la existencia del amor eterno, son un par de viejos sentados, uno cerca del otro, y más que de amor, son prueba de lealtad y compañía. Mis abuelos paternos murieron hace catorce años. Con una diferencia de dos meses, ella se fue primero, él partió después y a ambos los siguió el perro. Mis abuelos maternos viven separados, hace cerca de tres años. Ella comenzó a odiar el pasado que él le había dejado en la memoria y él no tuvo más remedio que alejarse de su hogar. Y volver sigue siendo su sueño.
Hace poco más de 50 años se conocieron. Ella vivía en la plaza del pueblo, en una gran casa, hija de un gran hombre, una muchacha de buena familia. Él vivía en la calle de abajo, cerca del puente, huérfano de madre se convirtió en un hombre trabajador desde muy joven, era un hombre bueno, pero de otra clase social.
A escondidas se casaron y abandonaron el pueblo que los vio nacer y crecer. Una inundación les dio la bienvenida en su vida de casados, como una maldición por la desobediencia, la mentira, el amor que no debían sentir. Un acto de romanticismo que no imaginaba yo de mis abuelos, pues siempre pensé que habían hecho las cosas como Dios mandaba.
Y acompañamos a mi abuelo en el regreso a ese pueblo del pasado, que parece detenido en el tiempo. Las mismas casas, los mismos colores: "la casa café, la casa gris". La calle de abajo, allá, abajo, más abandonada que la plaza que tuvo años de esplendor y belleza y que ahora ya luce olvidada. No tan olvidada como la calle de abajo, la casa en la que vivió mi abuelo, mi bisabuelo y su última esposa, que aún vive y que tiene marcas de los años hundidas en la piel de su cara.
Todo está allí, pero poco queda del pasado de Santo Domingo, el pueblo de mis abuelos. Las casas no han sido tumbadas, pero están deterioradas, ajadas, corroídas. La esquina del gran Tomás Carrasquilla no está en mejores condiciones. Huele a verduras, a carne cruda y a excrementos de caballo. Los muros de tapia, que han sido testigos del paso de los años, permanecen inmóviles en ciertos puntos del panorama. Esas tapias y las lápidas del cementerio marcadas con nombres conocidos y apellidos comunes, son pedazos de recuerdo que más de 50 años después nos contaron que allí, en otros tiempos, habitaron las estirpes de mis abuelos.
Fotografía tomada en Santo Domingo, Antioquia. 1 de mayo de 2010.
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